LA PLAZA DEL MUSEO: EL LATIDO HUMANO DE UNA GALERÍA AL AIRE LIBRE
| Imagen del evento |
por Jesús Moreno @sinfluencias
Frente a la fachada sobria del Museo de Bellas Artes de Sevilla, la Plaza del Museo amanece cada domingo con una escena que la ciudad ha incorporado a su memoria afectiva: caballetes alineados, obras apoyadas en el suelo, cajas de madera, carpetas de grabados, pequeños altares de papel y óleo levantados bajo los ficus centenarios. No es un gesto pintoresco ni un adorno turístico. Es la Muestra de Arte de la Plaza del Museo: un museo al aire libre mantenido pieza a pieza, por la tenacidad de sus artistas.
La Muestra de Arte nace a finales de los años noventa, cuando un grupo de creadores decide ocupar la plaza, domingo tras domingo, para mostrar su obra directamente al público, al margen de los cauces habituales de galerías y circuitos institucionales. En 1999 el encuentro se consolida como cita estable; en 2004 se articula en torno a la Asociación de Artistas de la Plaza del Museo, que ordena la presencia de los expositores y defiende su trabajo como actividad profesional.
Con el tiempo, la muestra ha reunido a decenas de artistas —entre medio centenar y cerca del centenar, según etapas— que trabajan en disciplina múltiple: pintura, grabado, litografía, escultura, fotografía, obra gráfica contemporánea. El horario es ya parte de la coreografía dominical del centro histórico: por la mañana, entre las primeras luces y el mediodía, cuando la ciudad se mezcla con visitantes nacionales e internacionales que descubren, a unos metros de Murillo y Zurbarán, otro relato plástico posible.
En enero de 2024, la celebración del 25 aniversario de la Asociación en la Sala Antiqvarivm, con una exposición institucional que reunió obra de más de medio centenar de autores, certificó algo que la plaza llevaba años diciendo sin micrófonos: aquella iniciativa informal se ha convertido en referencia estable del ecosistema cultural sevillano.
La singularidad de esta muestra no radica solo en su continuidad, sino en su lugar exacto: la antesala de la segunda pinacoteca del país, en el corazón del casco histórico. La plaza funciona como umbral entre dos formas de entender la relación con el arte: dentro, el canon y sus tiempos largos; fuera, la creación viva que se negocia a pie de calle.
En la Muestra de Arte, la venta directa financia talleres, materiales, alquileres; pero reducirla a mercadillo supondría un malentendido. Las fuentes municipales y especializadas la describen como una galería abierta donde el público puede dialogar con autores profesionales, conocer procesos y adquirir obra original con trazabilidad clara.
El colectivo, además, ha proyectado su trabajo más allá de la plaza: exposiciones conjuntas, homenajes a maestros del barroco sevillano, proyectos solidarios —como la histórica muestra a beneficio del Centro Santa Ángela de la Cruz para personas con sordoceguera— revelan una red organizada que entiende el oficio también como responsabilidad cívica. No es, por tanto, un suceso ornamental, sino una pieza de infraestructura cultural: un espacio regular, reconocible, donde la ciudad sabe que cada domingo encontrará obra original, diversidad de lenguajes y un punto de acceso directo al tejido artístico local.
Todo esto se asienta sobre algo más frágil y decisivo que cualquier convenio: los cuerpos concretos de quienes madrugan para convertir la plaza en un museo efímero. A primera hora, mientras la mayoría de la ciudad aún se despereza, los artistas descargan mesas, cajas, estructuras plegables. Apenas unos minutos después, empiezan a aparecer paisajes urbanos, figuraciones íntimas, abstracciones violentas o suaves, escenas fantásticas, series gráficas depuradas, piezas pequeñas junto a lienzos de gran formato. Esa operación física —montar, exponer, resistir calor, lluvia o indiferencia— es la base silenciosa de la Muestra.
| Público en el evento |
Entre quienes dan forma a ese entramado humano se encuentran, entre otros, el grabador Guillermo Villalba, con su trabajo sobre matriz y papel donde la ciudad aparece como huella insistente; el linógrafo Manuel Montero, que traslada al soporte una iconografía cotidiana con precisión técnica; la pintura versátil de Mercedes Maraver, que transita de una figuración personal a la abstracción sin perder raíz sevillana; la exploración plástica de Palmira Castellano, identificable en sus composiciones de color y ritmo propias; la obra de Hamidallah, que cruza intensidad expresionista y mirada realista; o el trabajo constante de creadores como Manuel Rodríguez García, escultor que modela hierro y metal para crear figuras humanas y animales de trazo esquemático y gesto poético; José Arcas Montoya, cuyo lenguaje figurativo une realismo y fantasía en composiciones de gran colorido; Ana María González Jiménez, con sus marinas y horizontes de luz donde la materia se vuelve atmósfera; Carmen Portavella, que transforma el color y la transparencia en una abstracción de lirismo visual; Lucía de Felipe, autora de composiciones botánicas donde la naturaleza estalla en color y movimiento; Enry, que aborda la ciudad y el paisaje desde una visión poética y luminosa; Juan Carlos Hervás, fotógrafo que explora la vida urbana con una mirada sensible y precisa; y Jesús Vega, con una obra que une técnica y espiritualidad contemporánea, en la que la figuración se vuelve símbolo. Todos ellos, y muchos más, conforman el tejido invisible que da sentido a esta cita dominical con el arte.
No se trata aquí de trazar biografías exhaustivas, sino de subrayar algo esencial: la Muestra de Arte no es una marca neutra, sino una suma de trayectorias personales, muchas veces discretas, que encuentran en la plaza un lugar de legitimidad. Cada caballete es una declaración: “esto es un trabajo, no un pasatiempo”.
En un contexto donde las grandes plataformas digitales y las ferias internacionales concentran atención y recursos, estos artistas asumen la exposición dominical como un acto de presencia auténtica: se muestran sin algoritmo que filtre, sin escenografía espectacular, a la distancia de una conversación breve. El compromiso está también ahí.
La historia reciente de la Muestra no ha estado exenta de tensiones: periodos de suspensión, reclamaciones públicas para garantizar su continuidad, debates sobre regulación y condiciones de montaje han dejado claro que el espacio no está blindado. Informaciones publicadas en 2020 recogían la preocupación de los artistas ante la imposibilidad de exponer durante meses, con el consiguiente impacto económico y simbólico sobre un colectivo que vive, en buena medida, de ese contacto directo con el público.
De aquellos episodios queda una lección doble. Por un lado, evidencian la fragilidad estructural de quienes trabajan en la frontera entre lo institucional y lo callejero. Por otro, muestran hasta qué punto la ciudad percibe la Muestra como parte de su identidad: asociaciones, vecinos, agentes culturales y formaciones políticas reclamaron soluciones no solo en nombre de los artistas, sino en defensa de un hábito ciudadano compartido.
En los diálogos que se cruzan cada domingo —una pareja extranjera que descubre la obra de un autor local; un vecino que vuelve al mismo puesto hasta reconocer la evolución de una serie; un niño que pregunta cómo se hace un grabado sobre metal— se produce un aprendizaje mutuo que difícilmente se replica en otros formatos. La plaza funciona como aula abierta y como laboratorio de recepción: el público afina su mirada; el artista ajusta su lenguaje ante respuestas inmediatas, sin intermediarios.
| Uno de los stands |
Pensar la Muestra de Arte de la Plaza del Museo solo como un plan agradable de domingo reduce su alcance real. Lo que ocurre ahí tiene implicaciones claras para la cultura contemporánea: democratiza el acceso a la obra original sin renunciar a la profesionalidad ni a la calidad técnica; ofrece una plataforma sostenida en el tiempo para artistas emergentes y consolidados, en una ciudad donde los espacios expositivos no siempre absorben la diversidad de propuestas; actúa como conector entre turismo y ciudadanía consciente, ofreciendo a quien visita Sevilla una experiencia cultural que no es decorado, sino tejido vivo; refuerza la identidad cultural local frente a modelos de consumo rápido —aquí el tiempo se mide en conversaciones, no en impactos—, y configura un patrimonio inmaterial: el rito colectivo de montar, pasear, mirar y conversar también es memoria de ciudad.
Su continuidad no está garantizada por inercia. Requiere de políticas públicas claras, de marcos normativos que protejan la singularidad del espacio sin desnaturalizarlo, y de una ciudadanía que entienda que comprar una obra, detenerse a escuchar al autor o recomendar la Muestra forma parte de un mismo gesto de apoyo.
Cada domingo, mientras dentro del museo los cuadros históricos permanecen intactos, fuera sucede algo que no deja de cambiar: personas concretas que mantienen viva con su presencia una idea simple y exigente de cultura. La Muestra de Arte de la Plaza del Museo recuerda que una ciudad que se piensa a sí misma no puede renunciar a estos lugares donde el arte se ofrece sin filtros, donde el artista responde con su propia voz y donde el espectador deja de ser cifra para convertirse, por unos minutos, en interlocutor.
Si Sevilla quiere
seguir siendo ciudad de pintura, memoria y futuro, deberá seguir respaldando
ese museo que se monta y se desmonta a la intemperie. Lo que ocurre bajo esos
ficus no es un pasatiempo dominical: es parte de su patrimonio vivo.